Aïdre 24 de octubre de 2006 |
Era una niñita a la que le encantaba salir a pasear. Iba por la calle saludando a todo el mundo, iluminando con su sonrisa los días tristes de cuantos se cruzaban con ella. Vivía sus días sin arrepentirse de nada. Feliz. Sonriente.
Por la noche se sentaba en su ventana a mirar las estrellas y la luna. Le encantaba. Se imaginaba paseando entre ellas descalza, contemplándolo todo desde allí arriba y mirando a los demás tan pequeñitos… Y soñaba. Soñaba con todo y con nada a la vez. Soñaba no cambiar nunca, ser siempre ella.
Pero el tiempo fue pasando y Aïdre creció. Creció hasta hacerse una mujer, o eso contaban por ahí. “¿Una mujer?”, se decía a sí misma, “Yo no soy una mujer. Solo soy una pequeña niña atrapada en un cuerpo y una vida que le quedan muy grandes”. Y así pasaba sus días: atrapada su alma en un inmenso cuerpo que cargaba con todas las responsabilidades de una mujer. Día tras día el peso se iba haciendo más y más insoportable hasta aplastarla contra el suelo y hacer que tuviera ganas de llorar hasta que no le quedasen más lágrimas.
Y así la pequeña (pero grande en apariencia) Aïdre caminaba por las concurridas calles sintiéndose muy sola, mirando cómo el tiempo pasaba, minuto tras minuto, hora tras hora. Atrapada y sola. No podía confiarle sus miedos a nadie. Nadie la entendería, se burlarían de ella. Una mujer no puede ir pidiendo ayuda por ahí como si nada.
Vivía deseando cambiarlo todo, volver a ser pequeña otra vez. Volver a ser Aïdre, no esa mujer que todos conocían y que a ella le resultaba tan extraña. Y quería poder volver a sonreír a los demás y alegrarles con su luz y su calidez, pero sus sonrisas eran de hielo y solo conseguía apartarse más de la gente. Sola en la frialdad y oscuridad de su prisión. Sola sin poder hacer nada, sin poder pedir ayuda, con la única luz de sus días pasados.
De noche la pequeña niña lloraba hasta quedarse dormida. Y era precisamente en sus sueños dónde podía ser ella mima. Esa pequeña niña sonriente despreocupada, sin problemas. Habitaba un cuerpo liviano y ligero con el que saltaba y corría y daba volteretas. Reía y respiraba el aire fresco del otoño, sentía la lluvia sobre su cara y estaba en paz con el mundo. Y la niña Aïdre era feliz. Cuando dormía, cuando soñaba.